Época: Ilustración española
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1800

Siguientes:
La Ilustración oficial
La Ilustración regional
El programa ilustrado de modernización
Los límites de la Ilustración
Las Luces en Ultramar
Conclusión: las Luces en España y el mundo hispánico
Bibliografía sobre el Siglo de las Luces

(C) Carlos Martínez Shaw



Comentario

¿Qué es la Ilustración? Preguntado sobre esta cuestión, el filósofo alemán Immanuel Kant respondió en 1784 con una frase que se ha hecho célebre: "El fin de la minoría de edad del hombre. El fin de su incapacidad para utilizar su razón sin la dirección de otro". En una definición tan sucinta se hallan, sin embargo, algunos elementos claves para aproximarnos al concepto: la conciencia de haber alcanzado el punto culminante de un proceso, la confianza en la primacía de la razón para comprender y transformar el mundo, el rechazo del criterio de autoridad a la hora de la búsqueda de la verdad.
Hoy día, la moderna historiografía ha avanzado aún más en el establecimiento de los signos identificativos de la Ilustración. Se trata de un movimiento intelectual que, valiéndose de un utillaje ideológico renovado (razón, naturaleza, progreso, felicidad), trata de conseguir la modernización de la cultura y la reforma de la sociedad.

Un movimiento intelectual no parte de cero. La Ilustración es heredera directa del Renacimiento, que llevaba en embrión muchos de los elementos desarrollados en el Setecientos, como el humanismo, el racionalismo o la secularización de la cultura. Un proceso de derivación directa lleva al intelectual europeo desde la ruptura renacentista a la eclosión racionalista y a la revolución científica del siglo XVII, a la crisis de conciencia que algunos historiadores admiten como etapa de transición en torno a las décadas del cambio de siglo y al triunfo pleno de la cultura ilustrada. De esta unidad profunda de la civilización europea de los tiempos modernos se desprende la dificultad de señalar los límites cronológicos de las Luces, una cuestión que, aunque relativamente secundaria, divide a los historiadores. Así, Pierre Chaunu distingue el momento de la crisis de la conciencia europea (1680-1715) del período de revolución cultural de los años centrales del siglo XVIII (1715-1743), mientras que Albert Soboul secciona la centuria por tercios: un primer tercio de incubación precede a otro de producción de las obras fundamentales para concluir con el último de difusión. Posiciones a tener en cuenta a la hora de abordar el caso español.

Si la inserción de las Luces en una perspectiva de larga duración subraya los aspectos de continuidad con las etapas anteriores de la historia europea, justo es señalar inmediatamente los elementos de novedad que el siglo XVIII presenta. El primero y más evidente es la aparición de una serie de conceptos operativos que van a dirigir todo el proceso de creación intelectual de la centuria. Paul Hazard, en su obra clásica sobre el pensamiento del Setecientos, ha señalado cuáles son las principales de estas ideas matrices.

Primero, la razón, como la facultad esencial del hombre para alcanzar la verdad, por encima de las creencias admitidas (los prejuicios o preocupaciones, en el lenguaje de la época), por encima de la opinión de las autoridades (sea cual sea su prestigio en los siglos pasados), por encima de los dogmas de la revelación, aunque en este último caso sea necesario en muchas ocasiones establecer con los doctores de las iglesias un compromiso que admite diversas modalidades, que van desde la marginación provisional y metodológica de los credos religiosos hasta los intentos conciliadores de una Ilustración cristiana.

Segundo, la naturaleza, concebida no sólo como espectáculo y como campo de acción a la creatividad del hombre, sino como regla de oro, como norma segura para dirigir la conducta humana en todos los terrenos, desde la organización de la economía (como predica la escuela fisiocrática) al empleo de la técnica (que debe obedecer a la naturaleza para vencerla, de acuerdo con el precepto formulado ya por Francis Bacon), desde la ordenación de la vida social (que no debe consentir la estratificación artificial heredada) hasta la regulación de las relaciones humanas (que deben estar presididas por la libre efusión de los sentimientos espontáneos).

Tercero, el progreso, como convicción y como meta, como reflejo del optimismo ilustrado sobre la perfectibilidad moral del hombre y la perfectibilidad política de la sociedad, y como objetivo final, que no es otro que la felicidad del género humano, una felicidad que puede conseguirse en esta tierra, si triunfa la cruzada cultural puesta en movimiento por los intelectuales.

Pueden apuntarse otras ideas básicas ancladas en el corazón de las Luces, como son las de tolerancia, cosmopolitismo, pedagogía; pero no se trata aquí de inventariar todos los conceptos puestos en circulación o enfatizados significativamente por los ilustrados. Los conceptos en todo caso están al servicio de un proyecto general que trata de obtener el adelanto de la cultura y la reforma de la sociedad. Este es, pues, un rasgo inseparable de la mentalidad ilustrada, su ideal reformista. El ilustrado parte de la conciencia de una realidad insatisfactoria, de un mundo cultural dominado por la tradición, la autoridad y el prejuicio, y de una organización social presidida por los privilegios históricos, las convenciones artificiales y los sistemas de valores contrarios a la razón. De ahí que la Ilustración se convierta en un instrumento de transformación de la realidad, cuyo ámbito será tanto más amplio cuanto más atrasado sea su punto de partida y cuya acción será tanto más profunda cuanto más madura sea la sociedad en que se desenvuelve, en una dinámica paradójica que veremos ejemplificada en el caso de España.

Ahora bien, los ilustrados no confían exclusivamente en la filosofía o en la creación cultural para ganar su batalla reformista. Siguiendo el viejo modelo platónico, los ilustrados aspiran a encontrar en el soberano el brazo ejecutor de sus ideas. Esta sería la función del Despotismo Ilustrado, un sistema absolutista que, inspirado en el ideario de las Luces, debería llevar a cabo la política de modernización cultural, social y económica con que soñaban los intelectuales progresistas. De ahí la estrecha unión entre el absolutismo del siglo XVIII y el movimiento ilustrado, pero de ahí también una de las frustraciones mayores de la Ilustración, ya que los soberanos estuvieron más interesados por lo general en el robustecimiento de su autoridad, en el perfeccionamiento de su maquinaria administrativa y en el engrandecimiento de sus territorios que en la proclamada felicidad de sus súbditos, y para ello se inspiraron "más en Colbert que en la filosofía".

De ahí finalmente también los límites de la Ilustración. Límites en extensión, ya que la campaña reformista de los ilustrados tuvo que detenerse ante los privilegios de las clases dominantes, ante las estructuras del régimen absolutista y ante los anatemas de las autoridades eclesiásticas: su programa de modernización no pudo prescindir de la voluntad del soberano, no pudo incluir un cambio radical de la organización social, no pudo desarrollar todas sus virtualidades en el campo del pensamiento. Y límites también en profundidad, ya que las Luces fueron patrimonio de una elite de intelectuales, mientras la mayor parte de la población seguía moviéndose en un horizonte caracterizado por el atraso económico, la desigualdad social, el analfabetismo y el imperio de la religión tradicional. Sin pretender aquí acentuar esta dicotomía, sí es cierto que el resultado de esta evolución sería, por un lado, la persistencia de una marcada diferenciación cultural que seguía las líneas de la estratificación clasista de la sociedad y, por el otro, la aparición de una conciencia revolucionaria que, aunque heredera de la Ilustración, trataría de superar la vía reformista, rechazando los compromisos que ésta había aceptado con el orden establecido en el terreno social, religioso o político. Esta es la medida del éxito y del fracaso de la Ilustración: su programa de reformas deja paso a la revolución.

La Ilustración es un fenómeno europeo, que tiene un origen polifocal. En este sentido, la Ilustración española participó plenamente del movimiento europeo y poseyó, con los lógicos matices nacionales, todas las características que se consideran comunes al conjunto. Hoy día, las descalificaciones que desde diversos ámbitos y posiciones ideológicas se han hecho del siglo XVIII español, ya sea como época de desnacionalización cultural (siguiendo a la desnacionalización dinástica), ya sea como época incapaz de llevar a cabo la función civilizadora que hubiera evitado la desvertebración de España, nos parecen completamente infundadas. Quizás tenga más fuerza la constatación de la falta de originalidad de la producción de los ilustrados españoles, compensada tal vez por un afán enciclopédico que está en consonancia con la magnitud del campo que debían cultivar y con las profundas raíces del atraso que debían combatir. En cualquier caso, la Ilustración es un fenómeno complejo, cuyas creaciones fueron numerosas, cuyas preocupaciones abarcaron ámbitos muy diversos, cuya problemática alcanzó a la íntima estructura de la España del momento.